domingo, 16 de diciembre de 2018

FUI HOMOSEXUAL ACTIVO HASTA HACE TRES AÑOS



FUI  HOMOSEXUAL  ACTIVO  HASTA  HACE  TRES  AÑOS

Y procuro cada día, por este día nomás, no volver a hacerlo.


He sido un homosexual activo hasta que, hace creo que tres años, corrí la carrera guadalupana desde la Villa de Guadalupe en la ciudad de México hasta la parroquia de Guadalupe de Cancún.



Me pesaba mucho mi vida de promiscuidad homosexual y, cuando me ofrecieron correr para la Virgencita, vi en ello una oportunidad que Diosito me daba.

Comenzamos el viaje de ida desde Cancún el diez de noviembre para estar de regreso el día de la Virgen. Desde el primer momento del viaje yo ya iba con la decisión tomada de que antes de comenzar a correr, allí en la Villa, yo me iba a confesar. Y lo hice. Después, un mes corriendo la antorcha en honor de nuestra Madre del cielo, para entrar en la iglesia de la Guadalupana de Cancún antes de las doce de la noche del día 11 de diciembre.

Yo soy un yucateco hijo de un veracruzano y de una mayita de hipil y rebozo. Mi papá creció entre las cañas de azúcar y mi mamá en un pueblo del oriente de Valladolid donde sólo hablaban español los que habían podido ir a la escuela, es decir, los jóvenes y los niños.

La ocasión del encuentro entre mi papá y mi mamá la dio el embarazo de la hermana mayor de mi mamá. Vivía en Valladolid con su esposo y el embarazo venía mal. Mi abuela la mandó a mi mamá a Valladolid a atenderla a su hermana hasta que naciera su bebé, que, finalmente, gracias a Dios, nació bien. Fue una niña y es poco más de un año mayor que yo. Nació el dos de Febrero y le pusieron Candelaria de nombre.

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Fue para principios de Febrero de 1992 que mi jefe llegó a Valladolid. Iba a Cancún a buscar trabajo en la construcción, pero se quedó a la fiesta. Y la conoció a mi mamá. Mi mamá ya no regresó al pueblo y mi papá cada sábado bajaba desde Cancún a Valladolid para verla a mi mamá.  Dos meses después, mi mamá ya estaba embarazada de mí. Ella tenía diecinueve años y mi papá veintisiete. Otros dos meses después, mi papá ya había rentado donde vivir en Valladolid y mi mamá se salió de la casa de su hermana.

Después que yo nací mis papás se casaron. Mi mamá y yo vivíamos en Valladolid y mi papá seguía bajando cada sábado desde Cancún para estar con nosotros. Mi mamá no quería irse a vivir a Cancún para no alejarse demasiado de mis abuelos. Así duró hasta que yo tuve ocho años. En esos ocho años mi mamá también tuvo dos hijas.

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Pasó que mi jefe se quedó sin trabajo y el dinero que tenía levantado se fue gastando, sobre todo porque había que pagar dos rentas, una en Valladolid y otra en Cancún. No quedó más remedio y, finalmente, mi mamá decidió que si se iba a Cancún con mi papá. Pronto mi jefe volvió a tener trabajo y a mi mamá le fue muy bien vendiendo tortas a los albañiles a la entrada de las obras.

A mis hermanitas y a mí nos llevaron con mis abuelos al pueblo y nos encomendaron con ellos.



Yo recuerdo que me dio demasiada rebeldía que mis jefes se fueran y nos dejaran en el pueblo. Yo no hablaba la maya y de pura rebeldía tampoco quería aprender a hablarla. Mis hermanitas sí la llegaron a aprender. Mi abuela entendía algunas palabras del español, pero no como para poder conversar con ella.  Mi abuela era muy cariñosa conmigo pero, a causa del idioma, con ella no me entendí nunca. Cuando me abrazaba me decía las únicas palabras en español que ella sabía decír bien… m’hijo, te quiero mucho, m’ijo. También sabía decir “borrachos”. Yo no entendía nada cuando ella hablaba, pero cuando la escuchaba decir “borrachos” me daba cuenta de que algún adulto había hecho algo malo.

Mi abuelo si hablaba un poco más de español, pero poco. De ahí que yo casi no hablara con él.

No hice demasiada amistad con los chavos del pueblo. Un poco más con los morritos que eran mas amigos del maestro. Con los demás casi nada.

Yo era flaco, más alto que los demás chicos de mi edad y de piel más blanquita. Parecido a mi papá. En cambio, mis hermanas eran tan mayitas como cualquier otra niña del pueblo.

Por ser distinto en mi físico y por no hablar la maya, continuamente yo sufría eso que ahora llaman “bulling”. Yo era el chilanguito, el "gavachito" del pueblo.

En el pueblo no había electricidad. Nos levantábamos y nos íbamos a dormir a la misma hora que los pavos y las gallinas. El desayuno de todos los días eran blaquillos revueltos con frijoles refritos o frijoles “kabax”. Y tortillas. Tortillas a mano. Riquísimas. Y a la escuela.

Mi momento grande del día eran las horas de estar en la escuela


Aunque el maestro también hablaba la maya, en la escuela él y todos los morritos que aprendíamos con él hablábamos español. Habían dos maestros y entre los dos nos tenían repartidos a todos los chavos, los más chicos con uno y los más grandes con otro. En total no éramos mucho más de treinta los alumnos.

Yo no quería que se terminara la mañana y, mucho menos, que se hiciera de noche. Y no quería que llegara el viernes, porque los viernes los maestros se iban. Me pequé a mi maestro como pollito a la gallina

A la mañana en la escuela, después de que mi abuela me diera mi comida yo lo iba a buscar en la casa donde le estaban dando de comer a él. Y me pasaba la tarde entera con él. Todos los días. Jugando bascket en la cancha, paseando por el monte, acompañándolo al cenote. A donde los maestros iban, yo iba detrás. Sobre todo detrás del que era mi maestro.

En realidad los maestros no eran maestros. Era dos de esos jóvenes que se tenían enlistado en el CONAFE en esos sucesivos programas de alfabetización rural del estado de Yucatán. Creo que tenían dieciocho años. Vivían en el pueblo, dormían en la escuela, las familias se turnaban para darles su comida -cada uno familia distinta cada día-. Y cada dos viernes salían a Valladolid. Con esos maestros terminé mi tercer grado y también estudié el cuarto de la primaria.

¿Y qué tiene que ver todo esto con mi adicción a la promiscuidad homosexual? Tiene que ver porque ...

en ese pueblito comenzó todo.

La casa de mis abuelos era una casita de palitos y techo de huano.  Al frente de la casa estaba la cancha y del otro lado de la cancha la comisaría y la casa ejidal, que sí eran construcciones de pared de material, pero que también tenían techo de huano. El terreno de la casa de mis abuelos era como media cuadra.

Los días que había luna, la cancha, la comisaría y la casa ejidal se veían iluminadas y se sentía bonito mirarlas. Los días que no había luna, estaba todo demasiado oscuro y hasta me daba miedo mirar a la cancha. Más porque yo oía ruidos como de gente que pasaba, pero apenas si se veían sombras. 

Alguna vez le pregunté a mi abuelo quien andaba por la cancha a la noche y mi abuela respondió inmediatamente que … “borrachos”. Y pues eran borrachos los que en las noches oscuras andaban por la cancha. Sólo que las sombras unas eran como de gente mayor y otras gente más pequeña.

Como a dos leguas caminando bajo el monte había un pueblo más grande en el que sí había primaria completa con maestros egresados de escuela normal. Había costumbre por esos años de hacer algo así como mini olimpiadas escolares. Football, bascket y carreras alrededor del parque. En la cancha se jugaban los partidos. Para correr, se pintaban con líneas de cal las calles alrededor del parque al estilo de los estadios donde corren los atletas.

Mi maestro nos eligió al hijo del comisario y a mí para ir a competir. Fuimos caminando bajo el monte porque era más corto que yendo por la carretera. Nos acompañaron mi abuelo y el comisario. Los dos tenían compadres en el pueblo donde íbamos. Estuvimos tres días.

¡A ver si logro describir bien cómo fue aquello!.

Habían morritos un montón, como de cinco o seis pueblitos.  Los ejidatarios habían levantado una palapa bien grande en el patio al costado de la escuela. Ahí nos daban nuestra comida y también ahí colgamos nuestras hamacas para dormir.

Como los baños de la escuela no estaban diseñados para tantos chicos, los ejidatarios habían cercado con palos y hojas de huano un pedazo del terreno de atrás de la escuela, el cual, a su vez, estaba dividido en dos … la parte que estaba más contra el monte era para hacer las necesidades mayores; y la que estaba adelante era para bañarse.

Los dos días que hicimos noche en ese pueblo nos hacían entrar a bañar por grupos como de diez chavos. Y uno o dos maestros se bañaban a la vez que nosotros.

De accidente yo ya tenía visto alguna vez desnudos a mi papá y a mi abuelo, pero quedó ahí nomás. En cambio, verlo desnudo a mi maestro, y a los otros dos maestros que también vi, en medio de todos los morritos también desnudos eso sí me impresionó. 

No se explicar cómo fue esa impresión, pero no fue nada sexual como lo entiendo ahora, pues para esa edad mía yo acerca de la sexualidad no tenía ni idea. Pero sí me impresionó. Alguna vez, cuando ya era más grande, recordando aquellos días de la competencia, me vino a la memoria que alguno de los morritos le dijera a otro que a la noche se iba a pasar a su hamaca y que iba a jugar “chiquil” (cosquillas) con sus huevos. Yo no entendí que quería decir con ello y no le di importancia.

Ahora, que soy adulto, y veo la vida para atrás, creo que esos maestros no debieron mostrarse desnudos delante de nosotros y que nos debían haber hecho bañar con un short, un pantaloncito corto. No había ninguna necesidad de que los chavos nos viéramos desnudos entre nosotros ni de que los viéramos desnudos a los maestros.

Cuando fuimos a esas competencias escolares debió ser tiempo de nortes, porque las dos noches pasé mucho frío en mi hamaca. En la casa, en los tiempos de la “heladez”, mi abuela me daba una cobija para envolverme y ponía brasas de leña debajo de la hamaca. Y así no había tanto frío. Pero yo no había llevado cobija y tampoco le dije a mi abuelo que me consiguiera una.

La segunda noche tuve tanto frío que me fui a la hamaca de mi maestro y le pedí que me dejara dormir con él. Él me vio temblando y me hizo entrar en su hamaca. Yo me pegué a su cuerpo y me abracé a él con todas mis fuerzas para sentir su calor y calmar mi frío.

Y ojalá no hubiera pasado lo que pasó.

Mi maestro me comenzó a jugar mis partes íntimas de un modo que me parecieron cosquillas pero que me hizo sentir algo que nunca antes había sentido. 

Yo sentía extraño lo que estaba pasando. Era totalmente nuevo para mí. Mi maestro se debió dar cuenta de que ya lo había sentido y, desde la hamaca saco una ropa sucia de su mochila, puso mi mano en su pene, lo tapó con esa ropa y me hizo masturbarlo

Sí lo sentía extraño lo que estaba yo haciendo, pero yo entonces no sabía nada a cerca de la masturbación ni podía saber que estaba masturbando a mi maestro. Hasta el día de hoy nunca olvidé cómo sentí que mi mano se mojaba y cómo apestaba mi mano después que se mojó. Primera y única vez que pasó algo así con mi maestro.

Para cuando tenía que cruzar a quinto de primaria, mi mamá vino al pueblo a buscarme y me llevó a Cancún con ella y mi papá. A mis hermanitas las dejó con mis abuelos.

Mi papá había conseguido un terreno y había levantado una casita que nomás era un cuarto grande con cocina de un lado y un baño sin terminar. No era de madera y huano, pero tampoco era muy distinta de la casa de mi abuelo en el pueblo. Para llegar a la casa no había calle y el agua la traían en pipas.



En la colonia donde mi papá construía la casa la gente había separado un terreno para hacer una iglesia. Y habían levantado una palapa con palos y láminas de cartón negro. En la palapa unas madrecitas de blanco daban catecismo; y un día a la semana, pero no el domingo, un padre, que parecía gringo, venía a dar la misa. Ahí hice mi primera comunión porque todavía no la tenía hecha.

Cuando me confesé para mi primera comunión sentí el impulso de platicarle al padre lo que me tenía pasado cuando el torneo escolar. Y se lo platiqué. Me preguntó si yo sentía que eso era malo y le dije que sí. Y me dijo que no lo hiciera nunca más con nadie.

Yo sabía que el padre tenía razón, pero me dio coraje que me lo dijera.

Mientras duraron las clases del quinto grado en la escuela de Cancún no recuerdo nada en particular que tenga que ver con el sexo. Hasta me olvidé de la experiencia que tuve con el maestro. Sí volví a ver desnudos esporádicamente a chavos de mi edad y más grandes. Pero no le di importancia. De hecho, no recuerdo que pasara nada con nadie.

Distinto fue durante las vacaciones de verano.

Yo extrañaba a mis hermanitas y le decía a mi mamá que me llevara a verlas. Me llevó y me dejó casi todas las vacaciones en el pueblo. No había escuela. Los maestros no estaban. Yo no tenía con quién hablar. Hasta mis hermanitas preferían hablar la maya a hablar español.

Llegamos de tardecita. Mi mamá se quedó dos días y después se fue. Tenía que seguir vendiendo tortas a los albañiles. Si ella lo dejaba de hacer, perdería sus clientes.

Al otro día de llegar, temprano a la mañana, vi que algunos morritos estaban en la cancha. Y sali a estar con ellos. Al verme, alguno gritó … “gavachoooooooo”. Se vinieron para donde estaba yo, pero me hablaban en maya y me hacían molestar. Y, pues me volví a la casa y me quedé con mi abuelo, él en su hamaca y yo en la mía. Lo sentí muy aburrido aquel verano. Tanto me aburría que hasta de última ya me iba con mi abuelo a la milpa y le ayudaba a criar sus ganados. Tanto estuve entre los ganados que tener garrapatas y coloradilla era casi de a diario.

Calculo que faltaban pocos días para que mi mamá me viniera a buscar, que una tarde el hijo del comisario, el que vino conmigo y el maestro al torneo deportivo escolar, me llama y me dice que si quiero salir a la cancha en la noche. Y me lo dijo en español.

Yo le dije que mi abuela no iba a querer porque no había luna y cuando estaba oscuro los borrachos salían a tomar su cerveza a la cancha.

Él nomás me dijo que cuando mis abuelos estuvieran dormidos me escapara y me fuera para la cancha que él me estaría esperando. Esperé que mis hermanitas y mis abuelos se durmieran y me salí para la cancha.

No había luna y estaba muy oscuro. Allí estaban los que habían sido mis compañeros en la escuela y algunos chavos más grandes que estudiaban secundaria en Valladolid y por las vacaciones estaban en el pueblo. Todos me hablaban en español. Y sí había cerveza. Y me dieron. Yo no la había tomado nunca y me supo amarga y la escupí. Alguno dijo en español: “el chilango no sabe tomar”.

Esa noche supe de primera mano a qué salían aquellas sombras a la cancha las noches oscuras sin luna. No tardaron en dejar la cerveza y uno de los chavos grandes dijo que ya era la hora de jugar “chiquil” (cosquillas). Y pude casi ver, pues estaba bastante oscuro, cómo los morritos que eran como yo empezaban a masturbar a los chavos mas grandes

El hijo del comisario me lo empezó a hacer a mí y ahí me acordé de lo que había pasado con el maestro. Nunca había vuelto a sentir aquella sensación hasta esa noche. Y, sin que el hijo del comisario me dijera nada, yo se lo hice a él también.  Y lo seguimos haciendo el hijo del comisario y yo hasta que mi mamá vino a buscarme.

Nunca le dije nada ni a mis abuelos ni a mi mamá. Calculo que yo debía tener once años entonces.

En esos últimos días en la casa de mis abuelos se me trastocaron los sentimientos. Ya en Cancún empecé a hacerme “cosquillas” yo solo. Como nosotros, en la colonia casi todas las familias vivían en casas a medio construir y muchos chavos como yo y mayores se bañaban fuera de la casa. Casi todos con pantalón corto, pero algunos de mi edad y más chicos sin nada.  Y yo comencé a mirarlos y a mirar a los más grandes. Y también a mirar a las chavas.

Como era una colonia de terrenos invadidos y sin los servicios más fundamentales, seguido andaban por allá gentes del DIF. No recuerdo cómo se dio ni las fechas exactas, pero a unos cuantos chavos de mi edad -varones y mujeres- nos invitaron a pasar un fin de semana en un albergue juvenil que el DIF tenía sobre una playa


Muchos detalles no recuerdo de esos días, pero sí recuerdo que nos hacían bañar desnudos todos juntos en las regaderas y que aquellos niños y yo jugamos “cosquillas” todos con todos. Después que volvimos de la playa, casi a diario los chavos nos íbamos dentro del monte y jugábamos las “cosquillas” allí. Un día apareció uno más grande, de secundaria. Y pronto ése trajo a sus amigos de su edad.

Quizás fuera porque pasó lo mismo con él, mi papá decidió que yo tenía que estudiar la secundaria en una escuela que tuviera albergue y en la que hubiera maestros cuidando de nosotros y disciplinándonos de día y de noche. Y me inscribió en la secundaria técnica de un pueblo que está al lado del mar y que tenía albergue para los estudiantes. Había maestros que vivían en el albergue y que, en teoría, nos debían cuidar las veinticuatro horas. Pero a los que, en realidad, les importaba poco lo que los chavos hiciéramos, con tal de que a ellos no los metiéramos en problemas.

Ya nomás la primera noche que dormí en el albergue, al apagar las luces, el maestro de guardia dijo más o menos … “miren, chavos, no quiero relajo; si van a hacer concurso de puñetas, a mí ni me digan nada”.

Uno de los chavos de primero era un repetidor que también venía de Cancún.  Ese chavo era muy experto en ese tipo de concursos y esa primera noche masturbó a no menos de diez, incluido yo.


Durante el primer año de la secundaria aprendí a tomar cerveza y a emborracharme

A lo largo de ese primer año de secundaria en esa escuela mi adicción a los actos homosexuales se hizo tal que nunca más lo dejé de hacer hasta que me confesé en la Villa.

La primera vez que me hicieron sexo oral fue en esa escuela. Creo que yo todavía estaba en primero y creo que aquel chavo era de tercero, porque era bastante más grande que yo.

En las revistas pornográficas que los chavos traían y llevaban ya lo había visto, pero también en esa escuela vi en vivo por primera vez que alguien tenga sexo anal. Lo vi por accidente. Yo no sabía que eso estaba pasando. Lo vi al maestro que habló del concurso de puñetas hacérselo al repetidor que nos masturbó a unos cuantos aquella primera noche.

¿Cuántos compañeros sexuales tuve en los tres años de la secundaria? Demasiados. Imposible saberlo. En unos cuantos casos creí estar haciéndolo por primera vez con alguno de los chavos y resultó que ya lo había hecho antes con él. Yo lo había olvidado.

Así fueron esos tres años. Durante el tiempo de clases, con los compañeros de la secundaria. Durante las vacaciones, en el monte con los chavos de la colonia.

La prepa la estudié en Carrillo Puerto. Entonces no lo pensaba, pero creo que en mi jefe había una intención oculta que lo movía a tenerme lejos de él y de mi mamá y que, por eso, me hacía estudiar lejos de Cancún. 

¿Por qué lejos de Cancún si en Cancún había secundarias y preparatorias? Además, mi mamá ya tenía un puesto de comida económica en un mercado y los dos ganaban bien sin estar tan atados al trabajo.

Como quiera que sea, me gustó la idea de que mi jefe me hiciera estudiar en Carrillo. Algunos de mis compañeros de la secundaria también iban a estudiar allí. Así es que nos pusimos de acuerdo entre cinco para rentar juntos y vivir en la misma casa mientras duráramos en la preparatoria.

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Habíamos sido compañeros sexuales en la secundaria y lo ibamos a ser también durante la preparatoria. Eso sí, guardando las apariencias. Nada de nada que pareciera femenino.

No voy a decir en cuál de las escuelas preparatorias yo estudié. Nomás que en la mía de los cinco yo soy el único que se inscribió. Los demás se inscribieron en las otras.

La casita que rentamos era una palapa de techo de lámina de cartón. Cuando llegaron los nortes hacía demasiado frío porque el aire pasaba por entre las maderas. Así es que nos fuimos muchos días a juntar cartones de los que se botaban en la tienda de la Conasupo. Y con esos cartones forramos la casita por dentro para que no corriera el aire frio.

Lo único que teníamos de baño era un rinconcito con una taza que ni puerta tenía. Era lo que teníamos para bañarnos y para cagar. Nada retenía el aroma de las cagadas y nada impedía que nos viéramos desnudos cuando nos bañábamos. Es más, queríamos vernos desnudos. Y más que vernos desnudos.

Para mi primer semestre de preparatoria yo ya estaba muy acostumbrado a tomar cerveza. Y ya había probado unas cuantas veces la marihuana.

Cada domingo mi jefe me daba buen dinero para la renta y para comer y mis gastos de la escuela. Pero muchas semanas para el miércoles -o el martes- yo ya no tenía dinero. A la cerveza y la marihuana en Carrillo le añadí la coca. Empecé consumiendo la coca antes de los exámenes, para aguantar estudiando, pero después se vino a más. Igualmente creo que mi adicción homosexual siempre fue mucho mayor que mi adicción a la marihuana y a la coca.

Necesitaba dinero y no podía pedirle más a mi jefe. Yo tenía que ver la manera de conseguirlo.

El mismo “problema económico” tenían los chavos que rentaban conmigo. Y la misma necesidad de conseguir dinero.

Esa “necesidad de dinero” me llevó a hacer las cosas que más lamento de mi vida. 

Yo debía tener todavía quince años, aunque no debía faltar mucho para que cumpliera los dieciséis. Uno de los chavos que rentaba conmigo vino diciendo que había un profesor de su escuela que pagaba por fotos haciendo sexo a los chavos de menos de diecisiete que quisieran hacer buen dinero y supieran mantenerlo en secreto. Que había que hacer lo que él mandara y que no había de qué preocuparse porque las fotos las mandaba a Estados Unidos y Europa; y que nadie en México las iba a ver.

Resultó que el ya lo estaba haciendo y que, lo supimos después, le habían ofrecido dinero por cada chavo nuevo que el captara para las fotos. Los vicios mandaban. Los cuatro le dijimos que sí.

Cuando empezamos a hacer pornografía con ese profesor los cinco ya sabíamos casi todo lo que se puede saber a cerca del sexo homosexual. Si para antes de ir con él las calificaciones por nuestros actos homosexuales eran de un siete, con él, en poco tiempo estábamos llegando a un veinte.

Ese cabrón nos hacía hacer cosas y las fotografiaba y filmaba. Hacía con nosotros pornografía infantil, pues todos éramos chavos menores de edad. Pero, como todos estábamos bastante desarrollados, podría pasar porque ya teníamos los dieciocho.

Cuando decidía que ya se terminó con las fotos, dejába las cámaras de lado y era su turno de pasarla bien. El compañero que nos llevó a esto decía que el profesor arreglaba también encuentros entre chavos y adultos, pero eso yo no lo vi.

No sé a cuántos chavos el tenía enganchados para las fotos y videos de porno gay, pero teníamos claro que no éramos el único grupo. Ese profesor podía tener un buen plantel de chavos para el porno porque le daban buen dinero por las fotos nuestras que él vendía.

Ya estábamos en el segundo semestre cuando vino a la sesión de fotos un chavito de la secundaria. Tenía doce años, pero estaba muy bien entrenado. De verdad que sí, muy bien entrenado.  Y seguro que no lo había aprendido solo ni con morritos de su edad.

Son para avergonzarse de por vida las cosas que dejamos que ese chavito nos hiciera y las cosas que nosotros y el profesor le hicimos a él. A él y a otros chavitos como él.

Como el profesor pagaba por traer chavos nuevos, fueron llegando más morritos de la secundaria. Y también de las primarias. El profesor nos dividió. A cada uno de los cinco que estábamos en la prepa nos asignó dos o tres “amigos”. Lo que hacíamos con esos amigos más pequeños ya no podía no verse como pornografía infantil.

Supongo que, además de lo que nos pagaba a nosotros, debía pagarle bastante a otra gente porque hasta donde yo sé nunca trascendió lo que hacíamos y nunca el profesor ése tuvo problemas a consecuencia de lo que hacía con nosotros.

Dejé la prepa cuando debía haber comenzado el sexto semestre. Resultó que mi jefe tenía otra vieja. Mi mamá lo descubrió y lo dejó. Yo me regresé a Cancún con ella.

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Ya la colonia había mejorado bastante, pero aún estaban allí los chavos con los que íbamos en el monte. Volví a ir con ellos. Y, como en Carrillo, también había chavos más chicos.

Uno de los chavos como yo de la colonia me ofreció trabajar en algo que, según él, dejaba mucho dinero. Era chamba para chavos de menos de dieciocho que parecieran de más de dieciocho. Y, aunque no tuvieras dieciocho, debías decir que sí los tenías.

La chamba era hacer compañía a señores que pagaban por la compañía. Y pagaban muy bien. Sobre todo eran turistas gringos y gabachos, pero también mexicanos de otros estados. Bueno, algunos eran de Cancún pero decían que eran de otra parte.

Hice buen dinero. Siempre tuve miedo de que esa chamba se terminara conmigo dentro de una caja de muertos, pero no pasó. Quizás porque parece que fui el preferido de un gabacho que venía a Cancún hasta cuatro y cinco veces en el año y pagaba muy bien por mi. No sé cómo le hizo pero me consiguió un pasaporte como que yo era de Guatemala y me llevó a viajar con él a Venezuela, Argentina y Chile. Mi mamá nunca supo que yo viajé fuera de México.

Por alguna razón ese gabacho no regresó más a Cancún. Yo ya tenía los dieciocho años y mi miedo a terminar en una caja de muertos aumentaba. Para ese tiempo mi mamá se junto con otro señor y, pues yo ya no era nadie en la casa de mi mamá. Tomé la decisión de un momento a otro y me fui para el pueblo de mis abuelos. Y me llevé mi dinero conmigo.

Más por miedo que por otra cosa aguanté en el pueblo casi seis meses. Fueron seis meses sin marihuana y sin coca. Me desenganché a la fuerza.

Los seis meses los aguanté sin salir a la cancha las noches que no había luna. Porque lo de la cancha se convirtió en una costumbre que iba pasando de más grandes a más chicos y que sólo se terminó cuando el ejido consiguió un motor para dar luz a la cancha un par de horas a la noche.

Cuando mi adicción homosexual se me ponía demasiado exigente, me iba a Valladolid. Había unos cuantos lugares en el centro donde podías encontrar a alguien que quisiera estar contigo y hasta que te pagara por estar con él. Pero al otro día estaba de regreso en el pueblo. Yo seguía con mi miedo de terminar en una caja de  muertos.

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De Valladolid me fui a Campeche y de Campeche a Veracruz y de Veracruz a Guadalajara. Por todos sitios donde pasé fui buscando y teniendo compañeros sexuales. Los tuve de  mi edad. Lo hacía con mayores que me pagaban por ellos y pagué a chavos más chicos para que lo hicieran conmigo.

Mi dinero me duró poco. Ya casi no tenía cuando supe que el nuevo marido de mi mamá la había dejado y que estaba sola en Cancún. Me regresé con ella.

La tuve que buscar en su puesto del mercado porque la casa la había vendido y se había cambiado de colonia. Eso me hizo sentirme más seguro en Cancún. Y me quedé. Pensé que si no regresaba más por aquella colonia y si no iba la puesto de comidas de mi mamá, nadie tendría por qué encontrarme. Primero conseguí un trabajo de seguridad y empecé a rentar por mi cuenta. Después mi mamá abrió otro puesto en otro mercado y me puso a cargo. Y me paga bien.

Y creo que ya no se tiene que cumplir mi miedo a terminar en una caja de muertos.

Mi actividad homosexual continuó. Aunque desde que regresé en Cancún ya no lo volví a hacer con alguien más joven que yo, de todos modos hacer eso progresivamente iba haciéndose más y más pesado en mi conciencia. Me seguía dando coraje recordarlo, pero nunca olvidé lo que aquel padre me dijo cuando me confesé para mi primera comunión … que era malo.

Pero yo no lo podía superar. Estaba demasiado atrapado. Sentía que sólo Dios me podía sacar de ello, pero tenía demasiada vergüenza hasta de pasar por la puerta de una iglesia. Desde mi primera comunión creo que no había regresado por una iglesia más que un par de veces para el  doce de diciembre.

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Como dije al principio, cuando unos chavos de los Alcohólicos Anónimos del 4º y 5º paso me invitaron a correr la antorcha, sentí que Dios me daba la oportunidad. Y sí que me la dio. Primero me confesé en la Villa y después hice el retiro de la Haciénda Santa María.

Llevo casi tres años que no tengo sexo homosexual con nadie. Muchas veces no me aguanto y lo hago yo solo, pero ya no lo hice nunca más con nadie. Y, sinceramente, sí me dan ganas, pero no quiero volver a hacerlo.

¿De dónde saco la fuerza para no volver a lo mismo? De la oración, de confesarme y comulgar y del apoyo enorme que encuentro en mis compañeros de 4º y 5º paso de Alcohólicos Anónimos.















ASÍ ME AFICIONÉ AL HOMOSEXUALISMO


ASÍ  ME  AFICIONÉ  AL  HOMOSEXUALISMO.

Quienes conocen la zona norte del Gran Buenos Aires, posiblemente sabrán ubicar los lugares donde acontecían las cosas que ahora voy a relatar. Y, hasta es posible, que tengan conocimiento o hayan sido testigos de hechos similares. Lo que yo viví sucedió entre los años 1985 y 1989. O sea, entre mis 13 y 18 años de edad.



Me llamo Marcelo, pero no es mi nombre verdadero. Pero sí es verdad que soy argentino. Argentino nacido en el hospital Rivadavia de Capital Federal.

Yo crecí hijo de madre soltera, mucama con cama dentro de una familia bien, de mucha guita,  que, formalmente, tenía su domicilio en una gran casa quinta de San Isidro, pero que, realmente, vivía en uno de esos lujuriosos “countries” en los que no falta campo de golf ni pista para correr caballos.

La familia para la que trabajaba mi mamá era una de esas “familias patriarcales” en las que una pareja de abuelos o bisabuelos conservan a su alrededor y mantienen económicamente a las familias de hijos y nietos. Al abuelo de todos le celebraron sus 99 años un par de meses antes de que muriera. Y la abuela murió con 93, antes de un mes después de la muerte del abuelo.

En una casa enorme, que recordaba un poco a los cascos de las grandes estancias de los ingleses, había espacio para que vivieran con cierta autonomía tanto los abuelos de todos como las familias de sus dos hijos y de sus tres nietos. Los bisnietos eran sólo cuatro. En lo que hace a edad, ellos y yo éramos casi iguales, aunque yo era el más chico.

En el patio de atrás, al fondo, más allá de la pileta, estaba la “casa del servicio”. Y, dentro de ella, un mini-apartamento en el que vivíamos mi mamá y yo. Para el resto de las mujeres que trabajaban con cama dentro había ambientes comunes. Incluso los lugares para dormir eran compartidos. Mi mamá era la jefa del servicio. Las demás empleadas duraban más o menos, pero mi mamá siempre estaba.


Fue después que murió el abuelo de todos cuando yo supe por qué mi mamá gozaba de esa posición de “superioridad” con respecto a las demás mucamas. Y la causa era yo.

Resulta que los abuelos no habían tenido dos sino tres hijos. El más pequeño nació cuando la abuela ya era una mujer pasada de los cuarenta años y su segundo hijo mayor de veinte. Y resulta que ese tercer hijo era mi papá, que se hizo el loco con mi mamá, pero que nunca se casó con ella. De hecho, se iba a casar con otra, pero “lo murieron” por culpa de deudas que tenía por apostar a los caballos. Creo que tenía treinta y un años. Y yo ni un mes en la panza de mi mamá.

Mi mamá nunca reclamó a los abuelos la paternidad de su hijo sobre mí, pero los abuelos se dieron cuenta de ello al poco tiempo de la muerte de mi papá.  Y, como yo era lo único que les quedaba de ese hijo de ancianidad que tuvieron, siempre conservaron a mi mamá como empleada y fingieron con ella la venta de una casa y de un campo en Baradero para que, cuando ellos murieran y los hijos repartieran herencia, algo le quedara a mi mamá, o sea, a mí.

Y parece que los hijos, los nietos y los bisnietos de los “abuelos” algo intuían de que yo era de su sangre, porque, para ser el hijo de la mucama, siempre me hacían parte de cosas de su vida de las que otros eran excluidos, incluso las cosas malditas que a continuación voy a narrar.

No recuerdo bien si esto comenzó al final del gobierno militar o al principio del gobierno de Alfonsín. La cosa es que el mayor de mis “sobrinos”, de diecinueve años entonces, al que voy a llamar Nahuel, parece que tuvo una “experiencia sexual” no consensuada con los hijos de las mujeres del servicio de la casa de unos amigos suyos de otro un country cercano a Escobar. Esos pibes tenían hermanos mayores. Los hermanos mayores lo supieron y se vengaron sexualmente de los abusadores de sus hermanos pequeños. Eran chavones acostubrados a la vida de la villa. No eran mayores que Nahuel, pero eran verdaderos matones.

El gusto por los pibes más chicos que se había metido en sus entrañas, impulsó la venganza de Nahuel. Una venganza que fue de lo más maldita, a la que le tomó un gusto cada vez más adictivo y en la que nos inmiscuyó a sus hermanos y primos y a mí.

Por medio de los guardias de seguridad del ”country”, y con coimas para policías de la provincia, Nahuel consiguió tres pistolas. Consiguió también una camioneta F100 de cabina larga verde como las que solían usar los milicos. Y varios juegos de matrículas, que cambiaba según a él le parecía.

Y comenzó así lo que él llamaba “caza de negros villeros”.

Solíamos ir por la noche a las estaciones de tren buscando pibes que quizás estaban drogándose con pegamento de contacto o nafta. O esperando a algún incauto para robarle.

La primera vez que vi lo que hacían mis sobrinos –yo todavía no sabía que eran mis sobrinos, lo supe años después-, sentí a la vez rebeldía interior y miedo de que a mi me hicieran lo mismo.

Pasó en Puente Saavedra. Nahuel estacionó la camioneta. Parece que conocía al cana de la provincial que andaba por allí. Le dio unos australes, por lo menos diez, y le dijo que le cuidara la camioneta. Y delante de él le quitó la matrícula. Bajó de la camioneta una bolsa con cordones de zapatilla y de ahí bajamos a la estación del tren. Venía con nosotros un amigo de Nahuel, uno de aquel country de Escobar del que hablé antes.



Ya era tarde y había poca gente. A su hermano y a uno de sus primos le dio una pistola. Y a mí y a su otro primo que vino con nosotros, al que voy a llamar Lautaro, y que tenía mi edad, nos dijo que nos sentáramos en un banco. Los mayores se escondieron y a nosotros nos dejaron ahí como señuelo.

El otro pibe y yo no sabíamos qué era lo que querían hacer Nahuel y los demás. Y la espera se nos hizo aburrida. La estación se quedó sin gente y un hombre con uniforme ferroviario nos dijo que era hora de cerrar. Él se fue y nosotros nos quedamos ahí.

Como estábamos aburridos y la estación ya estaba oscura, los comenzamos a llamar a Nahuel y los otros. Pero ni respondieron ni vinieron. Los que sí vinieron fueron como seis pibes de nuestra edad y mas chicos. Se nos acercaron y nos patoteaban para que les diéramos la guita. Nos decían más o menos … “chavones de country, aflojen la guita o se mueren”. Pasé mucho miedo. Creo que entre el otro pibe y yo no teníamos ni cinco australes.

Nahuel y los otros aparecieron apuntando con las pistolas. Nahuel disparó al aire. Ahora los que tenían miedo eran los villeritos. Nahuel hizo que, con los cordones que tenía en la bolsa, Lautaro y yo les atáramos las manos a la espalda a esos pibes que llegaron agrediéndonos.

Nahuel les preguntó la edad. Todos menos uno tenían 12 y 13. El más pequeño dijo que tenía 10, pero quizás no era verdad y lo dijo por miedo, para parecer más chico.

Nahuel le dijo a Lautaro que les bajara los pantalones a todos. Lautaro lo hizo.

Nahuel agarró al más pequeño de los villeritos -el que dijo que tenía 10-, lo arrodilló a la fuerza delante de otro, le puso la pistola en la nuca y le dijo … “comele la verga o te mueres”. El chico más grande se echó para atrás, pero el amigo de Nahuel lo sujetó y lo empujó hacia delante. “O te dejas chupar o el pibe se muere”.

Era poca la luz y mucha la oscuridad que había en la estación, pero yo alcancé a ver cómo el pibe mas chico, sintiendo la pistola en su nuca, terminó agarrando con sus labios el pene del otro. Y vi como el más grande lagrimaba y como que no quería tener erección en la boca de su amigo. Pero la erección llegó y el lagrimeado se convirtió en llanto poco menos que silencioso. Yo miraba con coraje y rebeldía contra Nahuel y los demás, pero también con miedo. No sé como lo percibía, pero yo notaba el ese pibe estaba haciendo fuerza para no eyacular en la boca de su amigo. Pero, finalmente, sí eyaculó. Y Nahuel hizo que el pibe lo tragara.

Apuntándole siempre con el caño Nahuel hizo que el niño ese les chupara el pene hasta eyacular a todos los villeritos que vinieron a patotearnos. Y, cuando todos ya habían eyaculado en la boca del más chico, Nahuel y los otros dos, que tenían pistola, obligaron a todos aquellos patoteritos a chupar nuestros penes hasta hacernos eyacular.

También a mí me hicieron eyacular. La verdad es que yo sentía impulso de enfrentarme a Nahuel para que dejara ir a esos pibes, pero aquella noche yo tenía más miedo que rebeldía contra mis parientes. Yo era el hijo de la mucama. Yo no era nadie. Y ellos tenían pistolas.

Los pibes aquellos quedaron en la estación atados con los cordones. Nosotros nos fuimos. No recuerdo haberlos encontrado más veces cuando salíamos de “cacería”. Quizás haya sido porque Nahuel hacía el trabajo previo de elegir la patotita a la que se lo íbamos a hacer y los lugares donde lo haríamos. Y, por supuesto, dar su coima a los de seguridad y a los policías que estaban cerca de donde nosotros íbamos a ir de cacería. Nunca tuvimos ninguna “contrariedad” en nuestras cacerías. Y nunca hubo una denuncia de nada contra nosotros.

Al menos una vez al mes me llevaban a “cazar negritos villeros”. Yo a veces buscaba excusas para no ir, pero Nahuel me decía … “ven que yo se que te gusta; además, esos chavones están acostumbrados a hacerlo con sus hermanos y con  todos los negros que viven en la villa; y, si no lo sabían de antes, lo aprenden con nosotros y lo hacen después entre ellos”.

Mi miedo a Nahuel persistió siempre. Yo sentía que en cualquier momento él lo querría hacer conmigo, aunque nunca lo hizo. Creo que las primeras veces fue el miedo el que me hacía ir con ellos a la “cacería”. Pero, poco a poco, con cada vez que los acompañaba, me iba gustando más. De hecho, pronto lo empecé a hacer con Lautaro y duramos por lo menos dos años haciéndolo entre nosotros. Lautaro también lo hacía con Nahuel y los otros. Y me di cuenta que hacían “cosas muy raras”. A mí me gustaba hacerlo con Lautaro, pero me gustaba más hacerlo con alguien obligado. Creo que duré un año de cómplice haciéndo eso. 

Perdí la cuenta de a cuantos pibes obligamos en ese año.  Pero no menos de treinta pibes de la villa que está junto a la estación Victoria tragaron a punta de pistola el semen de Nahuel.



¿Qué por qué lo empezamos a hacer Lautaro y yo?

Sucedía algo entre los pibes del country, de lo que yo estaba excluido por ser el hijo de la mucama.

Cada viernes llegaban pibes de fuera a pasar el fin de semana con los hijos de los socios. Y también los hijos de unos socios pasaban el fin de semana y se quedaban a dormir en la casa de otros socios del country. Era la manera detener a los hijos divirtíéndose y dándoles a los papás tiempo para salir a cenar con los amigos socios al “club house” del propio country o de otros countries.

Antes de las cacerías de negritos villeros, Lautaro pasaba cada fin de semana en una casa de amigos dentro o fuera del country. O traía amigos o iba a la casa de alguno de ellos. La pieza donde él dormía, la que era sólo para él, tenía dos camas superpuestas y, además, de debajo de cada una se podía extraer otra, de manera que podía traer a dormir con él hasta cinco amigos. Y así era hasta que tuvo 12 años. Después ya sólo traía uno o dos, a veces tres.

Después que empezaron las cacerías, algún fin de semana a Lautaro no le dieron permiso de ir a dormir a la casa de algún amigo ni de traer amigos a su casa.  Y me invitó a mí a dormir en su pieza. Y, como a mí ya me habían hecho eyacular los villeritos que cazábamos, no me resistí a hacerlo con Lautaro. A una primera vez le siguieron muchas.

Las “cacerías de negros villeritos” duraron alrededor de cinco años. Los cazadores se iban haciendo mayores y las cacerías ya no parecían lo más conveniente.

No era de mi incumbencia saber de dónde sacaba dinero Nahuel, pero manejaba mucho y cada vez más. Las cacerías se cambiaron por “compensaciones”. Nahuel pagaba a los “adolescentes por sus servicios”, cobraba a otros adultos por hacerles llegar sus pibes y daba comisiones a los pibes que le traían a sus amigos. Las coimas iba siendo progresivamente más cuantiosas y, al menos, tres comisarios de la Policía de la Provincia de la zona de San Isidro y el Tigre, además de recibir sustanciosas coimas, también recibían los servicios de los pibes pagados por Nahuel.




Quizás dé para pensar que las mayores ganancias que  Nahuel  hizo con el negocio de los “servicios ofrecidos por sus pibes” fueron en el tiempo de Menem, cuando el peso estaba a uno con el dólar, pero yo creo que no. El tiempo de las mayores ganancias fueron los años de los cartoneros

Los pibes ganaban mucho más estando con algún “chavón de country” que “carboneando” por Capital y llevando a vender lo que juntaban. Era más fácil entrontrar pibes que quisieran, los pibes guardaban el secreto para seguir teniendo dinero fácil; y la necesidad que los pibes tenían de dinero hacía que los adultos se sintieran más seguros a la hora de pagar por uno de ellos.

El negocio de los “pibes” de Nahuel todavía dura.

Cuando murieron los abuelos de la casa, mis abuelos, los bisabuelos de Nahuel, mi mamá y yo nos fuimos a vivir a Baradero.  Y allí todavía vive ella. Ahora es ella la “abuela” aunque no de nietos, sino de sobrinos nietos, porque yo no me casé ni tengo hijos. Bueno, quizás yo si tenga algún hijo, pero no me consta.

Tengo que reconocer que, aunque me he podido pagar muchas veces el gusto con mujeres, esporádicamente algo pasa con otro hombre. No con menores. Aquellas cacerías son una etapa muy negra de mi adolescencia. Con Lautaro no duró más de dos años y nunca recurrí a los servicios que prestaban los pibes de Nahuel.

Haberme salido de la órbita de Nahuel me permite ver con distancia lo que desde hace no menos de veinte años está pasando en Argentina con los gays. Y, cuando a alguno le oigo decir que se nace gay, no puedo no reirme dentro de mi.


No creo que veinticinco años atrás Nahuel haya sido el único pibe del Gran Buenos Aires al que sus amigos hayan aficionado al gusto por los pibes. No creo que Nahuel fuera el único “hijo de familia bien” que tuviera dinero y medios para salir con sus amigos a la “caza de negritos villeros”. No creo que Nahuel sea el único que ha tenido y tiene una “empresa” de servicios prestados por pibes.

Como Nahuel dijo, a los niños y adolescentes que fueron acostumbrados al pene del otro durante las “cacerías”, les terminó gustando, como me terminó gustando a mí. Y, tal como dijo Nahuel, muchos de ellos lo siguieron haciendo con amigos, primos y hermanos; y los acostumbraron a ellos. Igualmente pasó con los que recibían dinero por hacerlo.

Cuándo comenzó la infección que movía a los adolescentes y adultos a tener sexo con otros adolescentes y con niños, eso no lo sé. Pero seguro que viene de antiguo. Lo que es claro es que actualmente estamos viviendo algo así como una muy grande epidemia.

Se me ocurre pensar que quizás en nuestro país ya no quede ninguna familia donde un hijo o un sobrino no esté acostumbrado al pene de sus amigos, hermanos y primos. Y, si en una familia hay uno, no tardará que pronto haya más. Eso de ir a dormir a la casa de los amigos y de traerlos a dormir a la propia casa es una muy eficaz manera de que unos pibes metan hasta el caracú de los otros el deseo y la afición al pene de los demás.

Seguro que mi país todo él está lleno de adultos que, como yo, ha probado los dos dulces -bisexuales, les dicen-; y se me ocurre pensar que la mayoría de los que han probado los dos dulces no ha renunciado a abusar de los pibes.

También se me ocurre pensar que con la homosexualidad de las mujeres ha debido pasar parecido a como viene pasando con los varones. Y por eso hay tanto feminismo loco.



Yo me he encariñado unas cuantas veces con mujeres con las que podría haberme casado, pero no lo hice. 

No lo hice porque no quiero un día descubrir que a mi esposa le puse los cuernos con otro hombre. No lo hice porque sigo acordándome de lo que pasaba con Lautaro y, si me nace un hijo varón, algún día será de trece años, como éramos Lautaro y yo. Y yo no quiero fifarle la vida a un hijo mío como nos la fifamos Lautaro y yo.

¿Todos los que tuvieron en su adolescencia experiencias parecidas a las que yo tuve con mis sobrinos y los pibes que cazábamos han elegido no casarse para no perpetuar en sus hijos el daño que nosotros nos hemos hecho y le hemos hecho a otros? Estoy seguro de que no. La prueba está en que no pocas veces en los noticieros se dice que tal o cual adulto abuso y tuvo sexo con su hija o con su hijo.

Así como vamos, no veo que eso de infectar a los niños y adolescentes con los sentimientos homosexuales vaya a terminar pronto. Ni siquiera que vaya a terminar.

Mientras haya gente tan maliciosa y tan adicta a los niños como Nahuel, mi sobrino. 

Mientras haya gente tan malditamente corrupta como la que hay en torno a él.

Mientras haya niños y adolescentes a los que se les haga fácil sobrevivir comiéndoles el pene a adultos o a otros pibes.

Mientras haya papás que, para poder ellos salir sábado a la noche, reciban en su casa a amigos de sus hijos de los que no saben nada de su comportamiento y de sus costumbres…  

Mientras los políticos sigan empeñados en imponer la ideología de género y los maestros disfrutando de los pibes en las clases de la ESI ...


La homosexualidad seguirá creciendo entre los pibes, que, cuando sean adultos, seguirán gustando de los niños y poniendo en ellos los sentimientos homosexuales.