ASÍ
ME AFICIONÉ AL
HOMOSEXUALISMO.
Quienes conocen la zona norte del Gran
Buenos Aires, posiblemente sabrán ubicar los lugares donde acontecían las cosas
que ahora voy a relatar. Y, hasta es posible, que tengan conocimiento o hayan
sido testigos de hechos similares. Lo que yo viví sucedió entre los años 1985 y
1989. O sea, entre mis 13 y 18 años de edad.
Me llamo Marcelo, pero no es mi nombre
verdadero. Pero sí es verdad que soy argentino. Argentino nacido en el hospital Rivadavia de
Capital Federal.
Yo crecí hijo de madre soltera, mucama
con cama dentro de una familia bien, de mucha guita, que, formalmente, tenía su domicilio en una
gran casa quinta de San Isidro, pero que, realmente, vivía en uno de esos
lujuriosos “countries” en los que no falta campo de golf ni pista para correr
caballos.
La familia para la que trabajaba mi
mamá era una de esas “familias patriarcales” en las que una pareja de abuelos o
bisabuelos conservan a su alrededor y mantienen económicamente a las familias
de hijos y nietos. Al abuelo de todos le celebraron sus 99 años un par de meses
antes de que muriera. Y la abuela murió con 93, antes de un mes después de la
muerte del abuelo.
En una casa enorme, que recordaba un
poco a los cascos de las grandes estancias de los ingleses, había espacio para que vivieran con cierta
autonomía tanto los abuelos de todos como las familias de sus dos hijos y de
sus tres nietos. Los bisnietos eran sólo cuatro. En lo que hace a edad, ellos y
yo éramos casi iguales, aunque yo era el más chico.
En el patio de atrás, al fondo, más
allá de la pileta, estaba la “casa del servicio”. Y, dentro de ella, un
mini-apartamento en el que vivíamos mi mamá y yo. Para el resto de las mujeres
que trabajaban con cama dentro había ambientes comunes. Incluso los lugares
para dormir eran compartidos. Mi mamá era la jefa del servicio. Las demás
empleadas duraban más o menos, pero mi mamá siempre estaba.
Fue después que murió el abuelo de
todos cuando yo supe por qué mi mamá gozaba de esa posición de “superioridad”
con respecto a las demás mucamas. Y la causa era yo.
Resulta que los abuelos no habían
tenido dos sino tres hijos. El más pequeño nació cuando la abuela ya era una
mujer pasada de los cuarenta años y su segundo hijo mayor de veinte. Y resulta
que ese tercer hijo era mi papá, que se hizo el loco con mi mamá, pero que
nunca se casó con ella. De hecho, se iba a casar con otra, pero “lo murieron”
por culpa de deudas que tenía por apostar a los caballos. Creo que tenía
treinta y un años. Y yo ni un mes en la panza de mi mamá.
Mi mamá nunca reclamó a los abuelos la
paternidad de su hijo sobre mí, pero los abuelos se dieron cuenta de ello al
poco tiempo de la muerte de mi papá. Y,
como yo era lo único que les quedaba de ese hijo de ancianidad que tuvieron,
siempre conservaron a mi mamá como empleada y fingieron con ella la venta de
una casa y de un campo en Baradero para que, cuando ellos murieran y los hijos
repartieran herencia, algo le quedara a mi mamá, o sea, a mí.
Y parece que los hijos, los nietos y
los bisnietos de los “abuelos” algo intuían de que yo era de su sangre, porque,
para ser el hijo de la mucama, siempre me hacían parte de cosas de su vida de
las que otros eran excluidos, incluso las cosas malditas que a continuación voy
a narrar.
No recuerdo bien si esto comenzó al
final del gobierno militar o al principio del gobierno de Alfonsín. La cosa es
que el mayor de mis “sobrinos”, de diecinueve años entonces, al que voy
a llamar Nahuel, parece que tuvo una “experiencia sexual” no consensuada con
los hijos de las mujeres del servicio de la casa de unos amigos suyos de otro
un country cercano a Escobar. Esos pibes tenían hermanos mayores. Los hermanos
mayores lo supieron y se vengaron sexualmente de los abusadores de sus hermanos
pequeños. Eran chavones acostubrados a la vida de la villa. No eran mayores que
Nahuel, pero eran verdaderos matones.
El gusto por los pibes más chicos que
se había metido en sus entrañas, impulsó la venganza de Nahuel. Una venganza
que fue de lo más maldita, a la que le tomó un gusto cada vez más adictivo y en
la que nos inmiscuyó a sus hermanos y primos y a mí.
Por medio de los guardias de seguridad
del ”country”, y con coimas para policías de la provincia, Nahuel consiguió
tres pistolas. Consiguió también una camioneta F100 de cabina larga verde como
las que solían usar los milicos. Y varios juegos de matrículas, que cambiaba
según a él le parecía.
Y comenzó así lo que él llamaba “caza
de negros villeros”.
Solíamos ir por la noche a las
estaciones de tren buscando pibes que quizás estaban drogándose con pegamento de contacto o nafta. O esperando a algún incauto para robarle.
La primera vez que vi lo que hacían mis
sobrinos –yo todavía no sabía que eran mis sobrinos, lo supe años después-,
sentí a la vez rebeldía interior y miedo de que a mi me hicieran lo mismo.
Pasó en Puente Saavedra. Nahuel
estacionó la camioneta. Parece que conocía al cana de la provincial que andaba
por allí. Le dio unos australes, por lo menos diez, y le dijo que le cuidara la
camioneta. Y delante de él le quitó la matrícula. Bajó de la camioneta una
bolsa con cordones de zapatilla y de ahí bajamos a la estación del tren. Venía
con nosotros un amigo de Nahuel, uno de aquel country de Escobar del que hablé
antes.
Ya era tarde y había poca gente. A su
hermano y a uno de sus primos le dio una pistola. Y a mí y a su otro primo que
vino con nosotros, al que voy a llamar Lautaro, y que tenía mi edad, nos dijo
que nos sentáramos en un banco. Los mayores se escondieron y a nosotros nos
dejaron ahí como señuelo.
El otro pibe y yo no sabíamos qué era
lo que querían hacer Nahuel y los demás. Y la espera se nos hizo aburrida. La
estación se quedó sin gente y un hombre con uniforme ferroviario nos dijo que
era hora de cerrar. Él se fue y nosotros nos quedamos ahí.
Como estábamos aburridos y la estación
ya estaba oscura, los comenzamos a llamar a Nahuel y los otros. Pero ni
respondieron ni vinieron. Los que sí vinieron fueron como seis pibes de nuestra
edad y mas chicos. Se nos acercaron y nos patoteaban para que les diéramos la
guita. Nos decían más o menos … “chavones de country, aflojen la guita o se
mueren”. Pasé mucho miedo. Creo que entre el otro pibe y yo no teníamos ni
cinco australes.
Nahuel y los otros aparecieron
apuntando con las pistolas. Nahuel disparó al aire. Ahora los que tenían miedo
eran los villeritos. Nahuel hizo que, con los cordones que tenía en la bolsa,
Lautaro y yo les atáramos las manos a la espalda a esos pibes que llegaron
agrediéndonos.
Nahuel les preguntó la edad. Todos
menos uno tenían 12 y 13. El más pequeño dijo que tenía 10, pero quizás no era
verdad y lo dijo por miedo, para parecer más chico.
Nahuel le dijo a Lautaro que les bajara
los pantalones a todos. Lautaro lo hizo.
Nahuel agarró al más pequeño de los
villeritos -el que dijo que tenía 10-, lo arrodilló a la fuerza delante de otro, le puso la pistola en la
nuca y le dijo … “comele la verga o te mueres”. El chico más grande se echó
para atrás, pero el amigo de Nahuel lo sujetó y lo empujó hacia delante. “O te
dejas chupar o el pibe se muere”.
Era poca la luz y mucha la oscuridad
que había en la estación, pero yo alcancé a ver cómo el pibe mas chico,
sintiendo la pistola en su nuca, terminó agarrando con sus labios el pene del
otro. Y vi como el más grande lagrimaba y como que no quería tener erección en
la boca de su amigo. Pero la erección llegó y el lagrimeado se convirtió en
llanto poco menos que silencioso. Yo miraba con coraje y rebeldía contra Nahuel
y los demás, pero también con miedo. No sé como lo percibía, pero yo notaba el
ese pibe estaba haciendo fuerza para no eyacular en la boca de su amigo. Pero,
finalmente, sí eyaculó. Y Nahuel hizo que el pibe lo tragara.
Apuntándole siempre con el caño Nahuel hizo que el
niño ese les chupara el pene hasta eyacular a todos los villeritos que vinieron
a patotearnos. Y, cuando todos ya habían eyaculado en la boca del más chico,
Nahuel y los otros dos, que tenían pistola, obligaron a todos aquellos
patoteritos a chupar nuestros penes hasta hacernos eyacular.
También a mí me hicieron eyacular. La
verdad es que yo sentía impulso de enfrentarme a Nahuel para que dejara ir a
esos pibes, pero aquella noche yo tenía más miedo que rebeldía contra mis parientes. Yo era el hijo de la mucama. Yo
no era nadie. Y ellos tenían pistolas.
Los pibes aquellos quedaron en la
estación atados con los cordones. Nosotros nos fuimos. No recuerdo haberlos
encontrado más veces cuando salíamos de “cacería”. Quizás haya sido porque
Nahuel hacía el trabajo previo de elegir la patotita a la que se lo íbamos a
hacer y los lugares donde lo haríamos. Y, por supuesto, dar su coima a los de
seguridad y a los policías que estaban cerca de donde nosotros íbamos a ir de
cacería. Nunca tuvimos ninguna “contrariedad” en nuestras cacerías. Y nunca
hubo una denuncia de nada contra nosotros.
Al menos una vez al mes me llevaban a
“cazar negritos villeros”. Yo a veces buscaba excusas para no ir, pero Nahuel
me decía … “ven que yo se que te gusta; además, esos chavones están
acostumbrados a hacerlo con sus hermanos y con
todos los negros que viven en la villa; y, si no lo sabían de antes, lo
aprenden con nosotros y lo hacen después entre ellos”.
Mi miedo a Nahuel persistió siempre. Yo
sentía que en cualquier momento él lo querría hacer conmigo, aunque nunca lo
hizo. Creo que las primeras veces fue el miedo el que me hacía ir con ellos a
la “cacería”. Pero, poco a poco, con cada vez que los acompañaba, me iba
gustando más. De hecho, pronto lo empecé a hacer con Lautaro y duramos por lo
menos dos años haciéndolo entre nosotros. Lautaro también lo hacía con Nahuel y
los otros. Y me di cuenta que hacían “cosas muy raras”. A mí me gustaba hacerlo
con Lautaro, pero me gustaba más hacerlo con alguien obligado. Creo que duré un
año de cómplice haciéndo eso.
Perdí la cuenta de a cuantos pibes obligamos en
ese año. Pero no menos de treinta pibes
de la villa que está junto a la estación Victoria tragaron a punta de pistola
el semen de Nahuel.
¿Qué por qué lo empezamos a hacer
Lautaro y yo?
Sucedía algo entre los pibes del
country, de lo que yo estaba excluido por ser el hijo de la mucama.
Cada viernes llegaban pibes de fuera a
pasar el fin de semana con los hijos de los socios. Y también los hijos de unos
socios pasaban el fin de semana y se quedaban a dormir en la casa de otros
socios del country. Era la manera detener a los hijos divirtíéndose y dándoles
a los papás tiempo para salir a cenar con los amigos socios al “club house” del
propio country o de otros countries.
Antes de las cacerías de negritos
villeros, Lautaro pasaba cada fin de semana en una casa de amigos dentro o fuera
del country. O traía amigos o iba a la casa de alguno de ellos. La pieza donde
él dormía, la que era sólo para él, tenía dos camas superpuestas y, además, de
debajo de cada una se podía extraer otra, de manera que podía traer a dormir con
él hasta cinco amigos. Y así era hasta que tuvo 12 años. Después ya sólo traía
uno o dos, a veces tres.
Después que empezaron las cacerías,
algún fin de semana a Lautaro no le dieron permiso de ir a dormir a la casa de
algún amigo ni de traer amigos a su casa.
Y me invitó a mí a dormir en su pieza. Y, como a mí ya me habían hecho
eyacular los villeritos que cazábamos, no me resistí a hacerlo con Lautaro. A
una primera vez le siguieron muchas.
Las “cacerías de negros villeritos”
duraron alrededor de cinco años. Los cazadores se iban haciendo mayores y las
cacerías ya no parecían lo más conveniente.
No era de mi incumbencia saber de dónde
sacaba dinero Nahuel, pero manejaba mucho y cada vez más. Las cacerías se
cambiaron por “compensaciones”. Nahuel pagaba a los “adolescentes por sus
servicios”, cobraba a otros adultos por hacerles llegar sus pibes y daba
comisiones a los pibes que le traían a sus amigos. Las coimas iba siendo
progresivamente más cuantiosas y, al menos, tres comisarios de la Policía de la
Provincia de la zona de San Isidro y el Tigre, además de recibir sustanciosas
coimas, también recibían los servicios de los pibes pagados por Nahuel.
Quizás dé para pensar que las mayores
ganancias que Nahuel hizo con el negocio de los “servicios
ofrecidos por sus pibes” fueron en el tiempo de Menem, cuando el peso estaba a
uno con el dólar, pero yo creo que no. El tiempo de las mayores ganancias
fueron los años de los cartoneros.
Los pibes ganaban mucho más estando con
algún “chavón de country” que “carboneando” por Capital y llevando a vender lo
que juntaban. Era más fácil entrontrar pibes que quisieran, los pibes guardaban
el secreto para seguir teniendo dinero fácil; y la necesidad que los pibes
tenían de dinero hacía que los adultos se sintieran más seguros a la hora de
pagar por uno de ellos.
El negocio de los “pibes” de Nahuel todavía
dura.
Cuando murieron los abuelos de la casa,
mis abuelos, los bisabuelos de Nahuel, mi mamá y yo nos fuimos a vivir a
Baradero. Y allí todavía vive ella.
Ahora es ella la “abuela” aunque no de nietos, sino de sobrinos nietos, porque
yo no me casé ni tengo hijos. Bueno, quizás yo si tenga algún hijo, pero no me
consta.
Tengo que reconocer que, aunque me he
podido pagar muchas veces el gusto con mujeres, esporádicamente algo pasa con
otro hombre. No con menores. Aquellas cacerías son una etapa muy negra de mi
adolescencia. Con Lautaro no duró más de dos años y nunca recurrí a los
servicios que prestaban los pibes de Nahuel.
Haberme salido de la órbita de Nahuel
me permite ver con distancia lo que desde hace no menos de veinte años está
pasando en Argentina con los gays. Y, cuando a alguno le oigo decir que se nace
gay, no puedo no reirme dentro de mi.
No creo que veinticinco años atrás
Nahuel haya sido el único pibe del Gran Buenos Aires al que sus amigos hayan
aficionado al gusto por los pibes. No creo que Nahuel fuera el único “hijo de
familia bien” que tuviera dinero y medios para salir con sus amigos a la “caza
de negritos villeros”. No creo que Nahuel sea el único que ha tenido y tiene
una “empresa” de servicios prestados por pibes.
Como Nahuel dijo, a los niños y
adolescentes que fueron acostumbrados al pene del otro durante las “cacerías”,
les terminó gustando, como me terminó gustando a mí. Y, tal como dijo Nahuel,
muchos de ellos lo siguieron haciendo con amigos, primos y hermanos; y los acostumbraron
a ellos. Igualmente pasó con los que recibían dinero por hacerlo.
Cuándo comenzó la infección que movía a
los adolescentes y adultos a tener sexo con otros adolescentes y con niños, eso
no lo sé. Pero seguro que viene de antiguo. Lo que es claro es que actualmente
estamos viviendo algo así como una muy grande epidemia.
Se me ocurre pensar que quizás en
nuestro país ya no quede ninguna familia donde un hijo o un sobrino no esté
acostumbrado al pene de sus amigos, hermanos y primos. Y, si en una familia hay
uno, no tardará que pronto haya más. Eso de ir a dormir a la casa de los amigos
y de traerlos a dormir a la propia casa es una muy eficaz manera de que unos
pibes metan hasta el caracú de los otros el deseo y la afición al pene de los demás.
Seguro que mi país todo él está lleno
de adultos que, como yo, ha probado los dos dulces -bisexuales, les dicen-; y
se me ocurre pensar que la mayoría de los que han probado los dos dulces no ha renunciado a abusar de los pibes.
También se me ocurre pensar que con la
homosexualidad de las mujeres ha debido pasar parecido a como viene pasando con
los varones. Y por eso hay tanto feminismo loco.
Yo me he encariñado unas cuantas veces
con mujeres con las que podría haberme casado, pero no lo hice.
No lo hice
porque no quiero un día descubrir que a mi esposa le puse los cuernos con otro
hombre. No lo hice porque sigo acordándome de lo que pasaba con Lautaro y, si
me nace un hijo varón, algún día será de trece años, como éramos Lautaro y yo.
Y yo no quiero fifarle la vida a un hijo mío como nos la fifamos Lautaro y yo.
¿Todos los que tuvieron en su
adolescencia experiencias parecidas a las que yo tuve con mis sobrinos y los
pibes que cazábamos han elegido no casarse para no perpetuar en sus hijos el
daño que nosotros nos hemos hecho y le hemos hecho a otros? Estoy seguro de que
no. La prueba está en que no pocas veces en los noticieros se dice que tal o
cual adulto abuso y tuvo sexo con su hija o con su hijo.
Así como vamos, no veo que eso de
infectar a los niños y adolescentes con los sentimientos homosexuales vaya a
terminar pronto. Ni siquiera que vaya a terminar.
Mientras haya gente tan maliciosa y tan
adicta a los niños como Nahuel, mi sobrino.
Mientras haya gente tan
malditamente corrupta como la que hay en torno a él.
Mientras haya niños y adolescentes a
los que se les haga fácil sobrevivir comiéndoles el pene a adultos o a otros pibes.
Mientras haya papás que, para poder
ellos salir sábado a la noche, reciban en su casa a amigos de sus hijos de los
que no saben nada de su comportamiento y de sus costumbres…
Mientras los políticos sigan empeñados en imponer la ideología de género y los maestros disfrutando de los pibes en las clases de la ESI ...
La homosexualidad seguirá creciendo
entre los pibes, que, cuando sean adultos, seguirán gustando de los niños y
poniendo en ellos los sentimientos homosexuales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario